En cierta ocasión una gran tormenta sorprendió en el camino
a un filósofo que se dirigía a la ciudad a caballo.
La violencia de la lluvia y la sonoridad de los truenos eran
tales, que el hombre tuvo que buscar refugio mientras esperaba a que escampará.
No muy lejos de donde se encontraba, divisó un casucho de
los que los pastores usaban en la zona para guarecerse mientras trashumaban con
el ganado.
Cuando llegó al refugio, se encontró dentro a un campesino
que había sido sorprendido en la misma tesitura y que también había buscado
amparo bajo el chamizo.
Los dos se saludaron cordialmente y, viendo que la tormenta
se alargaba y la noche empezaba a caer, decidieron compartir el improvisado
hospedaje.
El filósofo desempacó los dos grandes bultos que había desenganchado de
su caballo. El campesino quedó asombrado al ver que en su mayoría lo que el
hombre portaba eran libros.
El equipaje del labriego era menos abultado: Un hatillo ligero y ropa de abrigo.
Cuando cayó la noche, el campesino sacó de entre sus bultos
unos troncos y unas cerillas con las que hicieron un fuego para calentarse.
Portaba también un par de conejos recién cazados, así que tras limpiar y
cocinar uno de los animales le ofreció al filósofo que compartiera su cena.
El hombre de letras, agradecido, comió y se calentó junto a
la lumbre que el labriego le ofrecía.
Aprovechó la ocasión para hablar con el hombre sobre las
cosechas, y trató de explicarle las teorías sobre como optimizar los resultados
con una agricultura colaborativa e introducir innovaciones tecnológicas.
El filósofo, haciendo alarde de paciencia , exponía una tras otra sus tesis
sobre el caciquismo en los latifundios y sobre como los campesinos debían
alzarse en contra de los opresores.
El labriego, por su parte, asentía sin entender bien lo que el filósofo le explicaba.
Cuando la noche estuvo ya bien entrada los dos hombres se
fueron a dormir. El campesino portaba dos mantas de lana de oveja que le
había confeccionado su esposa y prestó gustoso una de ellas a su compañero que
tiritaba de frío.
A la mañana siguiente los dos hombres se despidieron.
Estaban ya a punto de partir cada uno en una dirección cuando el campesino, con
timidez, preguntó al filósofo:
- Señor… ¿podría usted regalarme uno de sus libros?-
El filósofo, infinitamente agradecido por la generosidad del
humilde campesino, le dijo sonriente: - ¡elija
usted el que quiera, faltaría más! – y le mostró todos sus tomos.
El campesino los ojeó durante unos minutos y finamente
escogió.
Ambos emprendieron el camino hacia su destino.
El filósofo llegó primero y les contó la historia a sus
colegas:
- ¿y que libro escogió? – preguntaron ellos con suma
curiosidad
- ¡"El contrato social" de Rousseau, nada más y nada menos! –
dijo orgulloso el filósofo suscitando la admiración de todos los que le
escuchaban. Y con vanidad añadió: - ¡Creo que acabo de cambiar una vida,
señores! – y se inclinó para recibir la ovación de sus compañeros que
sorprendidos por la elección le jaleaban.
El campesino, por su parte, llegó a la aldea y les contó a
sus compadres:
- Y allí estaba ese pobre hombre que lo único que portaba
eran libros. ¡Imaginaros… ni fuego, ni comida, ni abrigo…solo libros!¡ Si no
hubiera sido por mi, capaz de morir congelado!
En la noche, cuando empezó a acuciar el frío, ya en casa
con su esposa, el campesino sacó el libro.
Se quedó un rato contemplándolo tratando de descifrar lo que
había escrito en él. Una a una arrancó las hojas que no podía entender porque no sabía leer y las fue
lanzando al fuego del hogar para mantenerlo encendido. Después de unas horas
del famoso libro solo quedaban las tapas.
Su mujer las observó durante un rato:
- ¡Mira!¡nos servirán para matar las moscas! – dijo contenta
de haberles encontrado una utilidad.
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