sábado, 22 de abril de 2017

Una mujer corriente


Como cada semana Julia limpiaba el polvo de la estantería del salón.


Lo hacía con suma concentración, de forma metódica, sacando los libros de cada estante uno por uno y volviendo a colocarlos después en su lugar exacto.


Acariciaba a cada uno con mimo.


Limpiaba sus tapas con un trapo, retiraba el polvo de los cantos de las hojas del libro cerrado y los colocaba sobre la mesa.


Algunos recibían una atención especial durante el ritual. Los miraba con los ojos entornados y pasaba las yemas de sus dedos sobre las letras del título. Luego los abría por una página al azar leyendo algunas líneas oliendo sus páginas con añoranza.


Mientras limpiaba, esbozaba una sonrisa ojeando a Gabriel Garcia Marquez, sus ojos se tornaban pensativos con Herman Hesse, rememoraba las noches sin sueño devorando páginas con Tolstoi o Dostoievski, se llenaba de la juventud ardiente ya perdida con Shakespeare y sus ojos brillaban con emoción con el principito. Terminaba abrazando contra su pecho "la insoportable levedad del ser", su libro preferido.


Solía tardar más de una hora en dejar aquel rincón limpio. Ver los tomos con los colores avivados en su lomo la llenaba de alegría. Era como rejuvenecer.


Había pasado un siglo desde la última vez que se había perdido en una librería y elegido sin culpabilidad un título deseado o al azar.


Echaba de menos el olor a papel, a libro rancio de mercadillo de segunda mano, o a papel nuevo de libro recién impreso.


La maldita crisis había convertido los libros en artículos de lujo. Simplemente no podía permitírselos, así que los leía en el ebook o los descargaba en su teléfono móvil.


No podía renunciar a la lectura, era lo único de sí misma que le quedaba, pero el placer no era el mismo que al sentir las hojas pasar entre su dedos.


Observaba los estantes de su casa que aglutinaban bastantes ejemplares y recordaba la satisfacción que le había generado antaño ver crecer aquella colección.


Hacía tanto que no se compraba un libro de carne y hueso…Sí, porque para ella, los libros no eran de papel, eran de carne y hueso y siempre contenían alma. Casi todos tenían un pedazo de la suya.


Los libros siempre dibujaban a personas. Cuando alguien era importante para ella, le regalaba un libro.


No cualquiera era merecedor de esta dádiva. Solo regalaba un libro cuando creía que iba a aportar algo importante a la vida de esa persona. Era su manera de demostrar su admiración, respeto o amor. En ocasiones, las tres cosas juntas.


Pero no valía cualquier libro: Tenía que ser un libro especial. Buscaba en su memoria, entre las miles de páginas, un libro donde se reflejará esa persona.


Iba a una librería, una pequeña, de las de toda la vida, alguna de las que quedaban en el centro de la ciudad vieja, y compraba un nuevo ejemplar.


Nunca regalaba sus propios libros, sería como desprenderse de un pedazo de ella misma. Sus libros, esos que llenaban sus estantes, eran sagrados. No solo contenían letras, contenían momentos de su vida, recuerdos, sueños y anhelos. O mejor dicho, casi nunca…


En su estantería había un hueco. Ella lo miraba acariciando el vacío del libro que ya no estaba. Lo hacía con melancolía, mientra la imagen de ÉL se dibujaba en su memoria.


Se preguntaba qué sería de aquel libro. El único que había osado mancillar con una dedicatoria en sus páginas. Incluso se había atrevido a escribir una poesía de su puño y letra. ¡Valiente desfachatez la suya…!


Había sido un libro de despedida. Sus páginas guardaban la esperanza de un "te quiero" que nunca llegó. Albergaban la fe en lo invisible escrito con letras temblorosas que esperaban que el universo hiciera su trabajo y no dejara que aquel amor se doblegara al miedo.


"Juan Salvador Gaviota" rezaba el título.


ÉL lo había cogido casi despreciándolo. Lo había abierto y leído la dedicatoria con desinterés. Luego simplemente se había marchado para siempre.


No volvió la cabeza. No la abrazo. No se inmuto ante la desesperación del océano de emociones que se dibujaban en sus ojos. Ni siquiera se percató de la súplica silenciosa que gritaban las palabras que no escribió. Simplemente lo cogió y se marchó.


Y todo lo que había quedado, era aquel hueco en su estantería.


Aquel hueco ínfimo de cuya existencia nadie se había percatado. Pero allí dentro, en lo más profundo de su ser, el hueco que había dejado el libro era mucho mayor.


La llave giró en la puerta y los pequeños bracitos de Gabriel aprisionaron sus piernas.


- Mamá…– preguntó el niño con los ojos muy abiertos al verla colocando los libros- ¿Los has leído todos?


- ¡Claro! Tú leerás muchos más… – Le dijo ella acariciándole el pelo


- ¿Qué hay de comer? – interrogó Carlos a la par que la besaba ligeramente en los labios al entrar – ¡estoy muerto de hambre! – añadió sonriendo


- Albóndigas – dijo Julia


Dejó el último libro en su sitio y se encaminó a la cocina donde humeaba la cazuela sobre el fogón aún caliente.


Y que podía saber ella de alma, de libros o de amor…- pensó para sí-  al fin y al cabo, ella era tan solo una mujer corriente.

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